Parece que sea un tópico, pero la realidad es que me impresiona la luz en las playas catalanas.

Como tantas otras veces, mi visita es de corta duración, lo que me impide la mayor parte de las veces poder disfrutar de todo lo que ofrece una localidad. Siempre termino conformándome por el hecho de que tengo la esperanza de que seguro que volveré. Aunque eso no siempre es así. Al menos a corto plazo.

Esta es una de esas ciudades de playa de las que no se habla de manera generalizada (como Salou o Benidorm) porque no es un destino supermasificado. Lo cual se agradece. Especialmente en la playa. Sol y tranquilidad. Aguas cristalinas y un azul del Mediterráneo que lo llena todo.

Un día de mar en calma con la atmósfera limpia es un lujo para los ojos, que contemplan el contraste con los acantilados y la vegetación que se asoma al mar.

Todo muy ordenado y limpio. A un lado el puerto deportivo. Al otro, el Club de Mar y, en medio, la playa de Sant Feliu.

Paralelo a la playa, el paseo del Mar. Una larga extensión de parque-calle-bulevar que aloja algunas terrazas de bar.
He comido en Can Jordi. Ubicado al principio del paseo. No hay mucho que señalar. Se trata del típico bar-restaurante de verano para turistas, donde te ofrecen platos combinados y paellas de marisco. Se puede comer. No es ninguna maravilla, pero vale.
En resumen, una bonita y limpia localidad de la Costa Brava que vale la pena conocer.
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